Emilio Bileggi (1924-2018)

Nel 2020, durante una vacanza in Umbria, passando in auto lungo la Strada Statale 77 della Val del Chienti, nei pressi di Scopoli (Perugia), il mio sguardo venne catturato da alcune sculture che si stagliavano solitarie nel giardino di una casa privata.

Quando accadono questi incontri fortuiti non importa dove tu stia andando o cosa tu stia facendo: bisogna fermarsi. 

Emilio Bileggi, ex pensionato di guerra, ormai non era più con noi: se n’era andato due anni prima, all’età di 94 anni. 

Parlai con la moglie Antonia, anche lei novantenne, che mi raccontò della loro vita insieme e di come quelle sculture, rivolte proprio verso la statale, attirassero l’attenzione di molti: da semplici curiosi a personaggi dello spettacolo.

C’erano animali di vario tipo e dimensioni: dei galli, un cane, un’oca posta sulla sommità di una fontana, una papera, una lumaca a strisce rosse, delle cicogne, dei cavalli e una giraffa. A completare il tutto, tra una piccola Italia in miniatura accompagnata dalle sue isole, si stagliavano in piedi le figure di Adamo ed Eva. Anche gli astri erano scesi in questa sorta di Giardino dell’Eden: una stella a cinque punte e la luna erano poste su due basamenti. Infine, due busti di uomo e donna rappresentavano i proprietari di casa, varie farfalle colorate decoravano la parete esterna e sparse si trovavano varie fioriere, sempre di sua creazione.

L’interno della casa, invece, era colmo di piccoli animali di cartapesta: mi venne donato un gallo che custodisco come un ricordo prezioso.

Capita spesso di trovarsi nella condizione di poter solo raccogliere una piccola storia, insieme a qualche foto e qualche oggetto isolato. In questi casi il rammarico è forte: per non essere arrivata prima, per non aver potuto valorizzare quella persona e le sue creazioni, ma anche per non poterle preservare. 

Il mio desiderio, da storica dell’arte, sarebbe di riuscire a tutelare tutto: in quegli oggetti i loro creatori depongono i loro sogni, le loro speranze, investono tempo, energia e risorse. Qualcosa mi impedisce di voltare le spalle a tutto ciò. 

Nel tempo ho dovuto imparare da un lato a convivere con il senso frustrazione e dall’altro ad accettare che non tutto si può trattenere: si possono conservare dei cimeli, quali le fotografie, o qualche piccola statuina salvata per caso. Ma il resto bisogna imparare a lasciarlo andare. 

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En 2020, durante unas vacaciones en Umbría, pasando en coche por la carretera estatal 77 de Val del Chienti, cerca de Scopoli (Perugia), mi mirada fue capturada por algunas esculturas que se destacaban solitarias en el jardín de una casa privada.

Cuando suceden estos encuentros fortuitos no importa a dónde vayas o lo que estés haciendo: se tiene que pararse.

Emilio Bileggi, ex pensionista de guerra, ya no estaba con nosotros: se había ido dos años antes a la edad de 94 años.

Hablé con su mujer Antonia, también ella de 90 años, y me habló de sus vida y de cómo esas esculturas, dirigida hacia la estatal, atraían la atención de muchos: desde simples curiosos hasta personajes del espectáculo.

En el jardín estaban animales de varios tipos y tamaños: gallos, un perro, un ganso colocado en la parte superior de una fuente, un pato, un caracol de rayas rojas, cigüeñas, caballos y una jirafa. Para completar el conjunto, entre una pequeña Italia en miniatura acompañada de sus islas, se destacaban las figuras de Adán y Eva. También los astros habían descendido a esta especie de jardín del Edén: una estrella de cinco puntas y la luna están colocadas en dos basamentos. Finalmente, dos bustos de hombre y mujer representaban a los propietarios de casa, varias mariposas de colores decoraban la pared exterior y se encontraban varias macetas, siempre de su creación.

El interior de la casa estaba lleno de pequeños animales de papel maché: me donaron un gallo que guardo como un recuerdo precioso.

A menudo nos encontramos en la situación de poder solo recoger una pequeña historia, junto con algunas fotos y algunos objetos aislados. En estos casos la pena es fuerte: por no haber llegado antes, por no haber podido valorar a esa persona y sus creaciones, pero también por no poder preservarlas.

Mi deseo, como historiadora del arte, sería conseguir tutelar todo: en esos objetos sus creadores depositan sus sueños, sus esperanzas, invierten tiempo, energía y recursos. Algo me impide darle la espalda a esto.

Con el tiempo tuve que aprender por un lado a convivir con el sentimiento de frustración y por otro a aceptar que no todo se puede mantener: se pueden conservar recuerdos, como fotografías, o algunas pequeñas estatuillas salvada por casualidad. Pero el resto se tiene que dejarlo ir.